Votar, no votar… Movilizarse

No voy a enumerar en estas breves líneas los supuestos beneficios de la participación: nadie se animará a votar por lo que consiga argumentar sobre ellos. Simular lo contrario sería, deshonesto.

Pero tampoco cantaré las hipotéticas bondades de la abstención electoral: nadie se decidirá a no votar por lo que pueda decir  sobre ellas. Pretender lo contrario, sería, nuevamente deshonesto.

No vivimos en el contexto de hace 90 años, cuando los posicionamientos coyunturales de la CNT (y los debates que suscitaban) solían ser cruciales para el resultado de unos comicios. En aquellos momentos republicanos, las elecciones eran percibidas como una cuestión colectiva. En cambio, en estos días monárquicos tienen un cariz especialmente individual.

Por consiguiente, los grandes llamamientos de las organizaciones, mayúsculas y minúsculas, por más pesadillas que evoquen, han perdido buena parte de su audiencia, y que una apelación pública coincida con un atomizado sentir mayoritario quizás sea más azaroso de lo que pudiera parecer.

Por ejemplo, no necesariamente es asumible que la mayoría que vota contra un equipo municipal que ha implantado el modelo de calles abiertas sea negacionista del calentamiento global. Puede que simplemente haya sido incapaz de ver más allá de sus propias narices.

No es cuestión de rasgarse las vestiduras, derramar lágrimas de cocodrilo o hacer análisis sociológicos al uso, porque, en confianza, me parece que votar o no votar es un dilema secundario.

Entiéndaseme: comprendo que para muchos colectivos sus derechos están en juego en cada cita electoral. Pero veo cómo la emoción de estos impases enmascara el vicio de origen, que no es otro que el de depender de la voluntad de los políticos nominados; y, al decir su voluntad, hay que pensar en la oportunidad, el calendario, la agenda, el equilibrio de fuerzas… o cualquier otra de las razones y excusas que se nos ocurran. Como ha pasado, por cierto, con la abolición de la Ley Mordaza, que en la actualidad descansa en el limbo de las promesas incumplidas.

También respeto a quienes prescinden de colaborar en virtud de unos principios más elevados que la mínima altura de una urna. Pero percibo la otra cara de la satisfacción de una conciencia: la nula trascendencia del (no) acto fuera de los límites del yo.

La participación política fundamental es la movilización. Una movilización continua que no se reduce a delegar poder, sino a participar y actuar; una movilización que no depende de individuos o entes dudosos y prestos a la componenda, sino de agentes legítimos y que transmiten confianza; una movilización (o movilizaciones) que invoque(n) e implique(n) a identidades tan variadas como transversales; una movilización que, frente a quien toque, se traduzca en resultados, en conquistas, en victorias.

Una fiesta de la democracia que sea todo lo contrario del blanqueamiento institucional que tenemos cada cuatro años.

Pero la movilización necesita tiempo. No es plausible que la movilización obtenga frutos con la siguiente cita electoral, por más que fuese lo deseable. Es demasiado pronto para dotarse de unas estructuras para, en vez de alimentar olas que se rompen y vuelven al mar, construir edificios en firme. Aunque tal vez ya tengamos parte del camino hecho.

¿Por qué omitir mencionar ahora a la CNT? ¿Acaso no es un sindicato autónomo e independiente? ¿Acaso no acoge secciones con experiencia de lucha? ¿Acaso no representa algo que nos une a la mayoría social: sufrir una explotación laboral que beneficia a otros? ¿Acaso no es una herramienta a mano? En cualquier caso, tras el próximo 23 de julio vendrán muchos más días hasta las siguientes elecciones. En ese mientras tanto, se decidirá sobre nuestras vidas sin mayor consulta que unas escuálidas encuestas. No podemos limitarnos a ocupar ese tiempo deshojando la margarita sobre votar o no votar.

Aleix Romero