Ante otro clamor en demanda de responsabilidades, el irresponsable mayor del reino lo ha vuelto a hacer: pedir disculpas con la boca pequeña y largarse por la puerta de atrás. Es indudable que ser rey de España y capitán general de las Fuerzas Armadas no le ha dado aptitudes para someterse al escrutinio del público, de sus súbditos: ni el miedo se supera con títulos ni la valentía viene en los genes. Dicen que ha hecho esto como un gesto hacia su hijo, cuyo trono parece volverse insostenible por momentos; pero con su marcha es el propio Emérito quien se libra de un apuro.
Para entender esta situación, conviene hacer un breve repaso biográfico de su figura, bendecida por los laureles de la cuna y la fortuna. Nacido en Roma en plena guerra civil, a diferencia de otras muchas familias, la suya no había tenido que marchar al extranjero como consecuencia del fragor de los combates. Juan Carlos pertenece a la estirpe de Alfonso XIII, el monarca que se autoexilió en 1931 con el advenimiento de la República, evitando así la posibilidad de rendir cuentas sobre su azaroso reinado.
Juan Carlos rehízo el camino inverso al recorrido por su abuelo, aunque eso le obligó a padecer una larga servidumbre en la España de Franco, convertido en un rehén con el que extorsionar a su padre. Conviene recordar que Juan de Borbón se había convertido entonces desde su refugio de Estoril en una fuente continua de preocupaciones para la dictadura, aunque su eterna cantinela sobre las libertades que precisaría el país encubría un mensaje mucho más escabroso: que la sublevación de los militares debía haber conducido a una restauración monárquica.
Si Juan Carlos convino a Franco fue porque, a diferencia de su progenitor, demostró mayor inclinación a la buena vida que a las intrigas palaciegas. Un personaje de esta pasta es sumamente manejable, y por ello, hablando de su sucesión, Franco dijo aquello de que dejaba todo atado y bien atado. No es fácil creer por tanto que Juan Carlos fuera ese piloto del cambio en las procelosas aguas de la transición que nos han vendido. Más bien parece que entre fiestas, partidas caza, regatas y otros actos de carácter lúdico, se dejaba aconsejar mientras que su cabeza se encontraba muy lejos de lo que demandaban las calles.
Resumiendo, podemos decir que dos fueron las grandes preocupaciones de Juan Carlos en aquellos años que alumbraron su leyenda. La primera, una vez desaparecido su padre espiritual y anulado el biológico, fue, por supuesto, disfrutar de un fastuoso tren de vida, más acorde a un multimillonario que a un jefe de Estado. La segunda, marcada por la historia familiar reciente, se materializaba en la amenaza siempre presente de tener que salir del país por patas. Para sacar partido de una y conjurar las peores penurias de la otra, el remedio era el mismo: amasar dinero.
No es cuestión ahora de hacer un aburrido repaso de las noticias vertidas sobre los beneficios obtenidos y no declarados por Juan Carlos el Comisionista, ni de otras trapisondas cometidas por él. No nos interesan las historias de alcoba, ni tampoco hablaremos de su cuestionable papel en el 23F, precedido de numerosas conversaciones con su amigo el golpista Alfonso Armada.
Lo importante es recalcar que noticias como estas —que salen, digámoslo bien claro, porque a diferencia de lo sucedido en décadas anteriores, hoy en día existen redes sociales que no son tan controlables como los medios de comunicación convencionales- corroboran el actual carácter parasitario de la jefatura de Estado, cuyo titular realiza actividades opacas, sobre las que no debe rendir responsabilidades y que son sostenidas por fondos procedentes del erario público. Dichas actividades no solo han posibilitado crear un cuantioso patrimonio, sino que además han tenido como una de las consecuencias más visibles —quizás porque Juan Carlos se habituara con Franco a tratar con asesinos- dar un respaldo diplomático a teocracias manchadas de sangre.
Estos días se va a hablar mucho de la república, una alternativa que, aunque traería algo de aire fresco a las instituciones, no se trata de ninguna panacea; entre otras cuestiones, porque no supone per se ninguna mejora para las clases trabajadoras. Por eso, mientras otros se preocupan por el cambio de régimen, hacemos un nuevo llamamiento a la organización para la defensa de nuestros derechos, tanto ante monarcas como presidentes de la república.