“2017 = 4077 personas atendidas; 2018 = ¿0?”.
Éste es el lema de la campaña que intenta ablandarnos el corazón frente al hecho de que a Cruz Blanca de Huesca se le retire buena parte de la subvención que recibe de la DGA. Cruz Blanca, como muchas otras fundaciones, justifica su existencia y la recepción de dinero público con su labor social: ya que la intervención social no genera un beneficio económico directo, y sin embargo es una función que debe realizar cualquier Estado democrático y social que se precie, se destinan ingentes cantidades de dinero a todo un entramado de fundaciones, muchas de ellas pertenecientes a la Iglesia, para que lo gestionen y desarrollen un trabajo de ayuda a colectivos en riesgo de exclusión social.
Esta naturaleza altruista y vocacional que se les presupone a fundaciones como Cruz Blanca no es sino una falsa imagen proyectada de puertas para afuera, que necesitan para que no se cuestione socialmente el lugar de privilegio que ocupan. Por otro lado, esta apariencia de entidades filantrópicas sin ánimo de lucro atrae a muchas personas que, a título voluntario y gratuito, se encargan de diversas actividades necesarias para su funcionamiento. De puertas para adentro, la realidad es bien diferente: precarización del trabajo, actitud represora ante las quejas, dudosa gestión económica, labor real muy por debajo de los supuestos objetivos pedagógicos y de cuidados que proclaman, etc. Un ejemplo claro, cercano y reciente lo tenemos, precisamente, en la Casa Familiar de los HHFF de la Cruz Blanca de Huesca: tres trabajadores empezaron a reclamar un convenio que reconociese la labor profesional real de la plantilla y mejorase, asimismo, el régimen de actividades de los residentes del centro. La respuesta de la empresa: tras una serie de falsas acusaciones, apercibimientos y negativas al diálogo, una “reestructuración” consistente en amortizar las tres plazas ocupadas por las tres trabajadoras afiliadas a CNT, dejándoles fuera de la Casa Familiar y degradando sus puestos de trabajo (de técnicos en integración social a auxiliares sociosanitarios).
Lo que sí hacen eficientemente estas entidades es funcionar como campañas permanentes de recuperación del prestigio de los grandes empresarios, colaboradores principales de las instituciones de caridad, neutralizando de este modo las críticas hacia sus actividades económicas capitalistas y antisociales y frenando nuestra concienciación. En el caso de la beneficencia cristiana, Amancio Ortega (Inditex), Juan Roig (Mercadona) o Rafael Arias Salgado (Carrefour España) lavan su imagen primero con una colaboración entusiasta con las organizaciones caritativas, y recuperan su dinero después a través de una desgravación fiscal del 35%. Además, en el caso de las cadenas de supermercados, se ahorran los costes de eliminación de los productos casi-caducados y de paso consiguen aumentar sus ventas con campañas como la “operación kilo”, promovida por los Bancos de Alimentos. Otro ejemplo de negocio redondo para estas entidades es el del alquiler social: los organismos públicos les ceden viviendas a título gratuito para que aquéllas los alquilen a precios inferiores a los de mercado (en la Comunidad de Madrid, en su día, mil viviendas cedidas para alquilar a 200 euros al mes).
No nos engañemos: las entidades de la caridad no trabajan por y para las personas en riesgo de exclusión social, sino que funcionan como empresas privadas y su máxima es el beneficio económico. La exclusión y la pobreza son su negocio, las personas en riesgo de exclusión son su clientela. Su modus operandi: un “a Dios rogando y con el mazo dando” llevado a las últimas consecuencias, un cinismo extremo que predica la caridad y la compasión y ejerce explotación y la manipulación. Su papel en el mantenimiento del status quo es, aparte de fundamental, lógico teniendo en cuenta que si deja de haber personas pobres y excluidas tienen que cerrar el chiringuito.